JUAN CRUZ OPINIÓN
Todo menos bonito
JUAN CRUZ 11/10/2009
La tendencia que el presidente valenciano, Francisco Camps, tiene a utilizar el devaluado calificativo bonito para referirse no sólo a sus relaciones, sino al cariño que le tienen en el PP, sería un bonito objeto de estudio sobre su personalidad.
Los que le conocen y le quieren dicen que sus modos, los que ahora le hacen recurrir a ese adjetivo realmente intransitivo, han cambiado mucho. Tanto que ha puesto en riesgo su mayor ambición, ser presidente del Gobierno, o al menos disputarle a Rajoy esa oportunidad, por unos regalos bonitos y por una relación bonita que le han conducido a un escándalo del que se puede decir todo menos bonito.
Pero vayamos a bonito, el adjetivo. Pregunté a algunos académicos y me dieron algunas claves sobre su utilización tan desmejorada. Ahora que se puede decir de otra manera, bonito ha sido sustituido por otros adjetivos que han dejado ése en el lado del lenguaje cursi u opaco.
Así, por ejemplo, la gente (mal hablada, desde luego) prefiere decir de un tipo que es cojonudo; si de alguien dijeras que es bonito será porque es un niño, un niño bonito, al menos. Pero si dices del Bigotes, pongo por caso, que es bonito, probablemente el propio Bigotes te diría que prefiere, en fin, lo que su gente le decía: que es un tío cojonudo. ¿Un tío bonito? Todo menos bonito, diría ahora hasta su amiguito del alma.
¿Y qué le ha sucedido a Camps? ¿Por qué se abrazó a ese adjetivo para decir cómo era su amistad con El Bigotes? ¿Por qué dijo, cuando le preguntaron cómo se llevaba ahora con el partido, "nos apoyamos todos y eso es muy bonito"? ¿Por qué? Bonito es un adjetivo de cosa, por así decirlo; tú dices que es bonito un coche (por cierto, es muy bonito el coche Infinity de Costa), y es bonito un traje; tú no dices de un traje que es cojonudo. Los regalos, sobre todo, son bonitos. Entre todos los adjetivos que le van a un regalo, bonito es el menos arriesgado. Tú no dices de un regalo: "Es monumental", aunque te regalen un monumento, pero de un traje sí lo puedes decir. "Este traje es muy bonito, muchas gracias".
Acaso porque en aquella conversación del Bigotes con Camps y con la esposa de éste se hablaba de regalos, al presidente valenciano se le escapó por primera vez ese adjetivo que luego ha usado como un talismán, también cuando se le oscurecían los tiempos. Le dijeron: "Fraga está preocupado". Y él dijo: "Qué va, está feliz". Y argumentó: "Nos apoyamos todos y eso es muy bonito". Bonito: es una forma freudiana de denominar lo que no te ha costado nada.
En fin. Si lo bonito es lo que pasa en el PP después de Gürtel, que venga Dios y le regale a Camps otro adjetivo; cualquier adjetivo, menos bonito.
lunes, 12 de octubre de 2009
Los rostros de la miseria sanitaria
Los rostros de la miseria sanitaria
Médicos voluntarios abren en EE UU clínicas móviles para atender a los pobres
DAVID ALANDETE - Grundy - 11/10/2009
Un millar de personas espera bajo el frío rocío de las montañas, llegados desde muy distintos rincones de la América más pobre. Algunos han conducido durante horas y han dormido en sus coches. Están enfermos. Muchos no acuden al médico desde hace años. Carecen de seguro en un país sin sistema de salud público, una condena que comparten con otros 50 millones de ciudadanos. Son las víctimas colaterales de la ley de la oferta y la demanda, aplicada a la sanidad.
Son las tres de la madrugada del sábado, tres de octubre. Los voluntarios de la organización Remote Area Medical (RAM) dan turnos para la clínica móvil gratuita que han instalado en el instituto de Grundy, en la cordillera de los Apalaches, uno de los lugares más pobres del país. Esta es una ciudad fantasma apartada del sueño americano, aletargada durante décadas en el seno de una industria, la del carbón, que muere lentamente.
En este pueblo de 1.000 habitantes casi no quedan comercios. Los de su única calle cerraron hace años, escaparates rotos de lo que la que fue próspera comunidad minera. Las procesadoras de carbón languidecen oxidadas, en laderas perdidas. No hay trabajo. El paro ronda el 9%, los ingresos son magros y muy pocos disponen de seguro médico.
La ansiedad típica de los pasillos de hospital planea sobre la gente que espera en el aparcamiento. "¿Qué voy a hacer si me dicen que tengo algo grave? No tengo seguro", se queja una mujer, cigarrillo en boca, antes de rechazar identificarse o responder a más preguntas.
Deborah Wojeiechowicz, camarera de 38 años, sabe muy bien a dónde lleva ese callejón sin salida. Sufre de piedras en el riñón. No puede respirar bien. Necesita dientes nuevos. Y vive al día, de los 600 dólares (400 euros) mensuales que le da su empleo. Dice no cumplir los requisitos para obtener el seguro público para gente pobre del Gobierno. Madre de tres hijos, sólo va al médico en caso de emergencia.
Gracias a una ley de 1986, los hospitales no pueden rechazar a pacientes que acudan a urgencias, aunque carezcan de seguro. De ese modo ha nacido un sistema sanitario en la sombra, en el que los pobres acuden al hospital sólo en casos de extremo dolor. Sus facturas impagadas se acumulan. Por un puñado de visitas por sus piedras en el riñón, Deborah debe 17.000 euros. No las pagará. El hospital lo sabe y aún así la llevará a juicio. Llega el doctor Joseph Smiddy, radiografía en mano. "No hay nada extremadamente preocupante. Cuídese, deje de fumar, vuelva el año que viene". En este día, el doctor ha dado muchas malas noticias. "Enfisemas. Fibrosis. Ha habido incluso un caso de tuberculosis que hemos tenido que aislar", explica.
Este neumólogo sabe como pocos lo injusto que es el sistema sanitario norteamericano. Trata de forma gratuita a quien se lo pide y se puede permitir un viaje hasta Kingsport, en Tennessee, donde tiene su consulta. Pero incluso eso le sabe a poco. Ha montado un cuarto de revelado de radiografías, sellado a la luz, en una camioneta, y acude con él allá adonde se le necesita, sin cobrar. "Es duro decirle a alguien que puede sufrir cáncer", comenta.
Smiddy, con su abnegado altruismo, es una nota al margen en un cruel sistema sanitario que cuesta más de un billón y medio de euros. Como él, cientos de voluntarios acuden a la llamada de san Stan Brock, un hombre de 72 años que ofrece mucho más que esperanza. Desde 1982 lleva a su organización, RAM, a lugares donde era imposible encontrar médicos. Comenzó a operar en el Amazonas. En los noventa, sin embargo, decidió hacer un par de expediciones a Tennessee, en EE UU, donde había una carencia total de doctores. Se quedó. Desde entonces ha montado unas 600 clínicas temporales. En los Apalaches se le venera. Los pacientes le piden autógrafos. Salva vidas.
Desde este año, su clínica llega a grandes ciudades. "En agosto tuvimos que ir a Los Ángeles. Atendimos a unos 6.000 pacientes", dice. Nueva York, Washington y Miami son sus próximas paradas.
Brock mantiene la calma ante dramas personales que a otros les harían llorar. Pero hay algo que le enerva. "En este país existe una norma ilógica que impide a médicos de un Estado prestar servicio gratuito en otro. Por esa medida, siempre vamos cortos de médicos. Sólo hay una excepción: Tennessee, donde cambiaron las leyes después de que yo insistiera mucho". Hasta la caridad es una cláusula más en el gran contrato feroz que es la sanidad en EE UU.
Médicos voluntarios abren en EE UU clínicas móviles para atender a los pobres
DAVID ALANDETE - Grundy - 11/10/2009
Un millar de personas espera bajo el frío rocío de las montañas, llegados desde muy distintos rincones de la América más pobre. Algunos han conducido durante horas y han dormido en sus coches. Están enfermos. Muchos no acuden al médico desde hace años. Carecen de seguro en un país sin sistema de salud público, una condena que comparten con otros 50 millones de ciudadanos. Son las víctimas colaterales de la ley de la oferta y la demanda, aplicada a la sanidad.
Son las tres de la madrugada del sábado, tres de octubre. Los voluntarios de la organización Remote Area Medical (RAM) dan turnos para la clínica móvil gratuita que han instalado en el instituto de Grundy, en la cordillera de los Apalaches, uno de los lugares más pobres del país. Esta es una ciudad fantasma apartada del sueño americano, aletargada durante décadas en el seno de una industria, la del carbón, que muere lentamente.
En este pueblo de 1.000 habitantes casi no quedan comercios. Los de su única calle cerraron hace años, escaparates rotos de lo que la que fue próspera comunidad minera. Las procesadoras de carbón languidecen oxidadas, en laderas perdidas. No hay trabajo. El paro ronda el 9%, los ingresos son magros y muy pocos disponen de seguro médico.
La ansiedad típica de los pasillos de hospital planea sobre la gente que espera en el aparcamiento. "¿Qué voy a hacer si me dicen que tengo algo grave? No tengo seguro", se queja una mujer, cigarrillo en boca, antes de rechazar identificarse o responder a más preguntas.
Deborah Wojeiechowicz, camarera de 38 años, sabe muy bien a dónde lleva ese callejón sin salida. Sufre de piedras en el riñón. No puede respirar bien. Necesita dientes nuevos. Y vive al día, de los 600 dólares (400 euros) mensuales que le da su empleo. Dice no cumplir los requisitos para obtener el seguro público para gente pobre del Gobierno. Madre de tres hijos, sólo va al médico en caso de emergencia.
Gracias a una ley de 1986, los hospitales no pueden rechazar a pacientes que acudan a urgencias, aunque carezcan de seguro. De ese modo ha nacido un sistema sanitario en la sombra, en el que los pobres acuden al hospital sólo en casos de extremo dolor. Sus facturas impagadas se acumulan. Por un puñado de visitas por sus piedras en el riñón, Deborah debe 17.000 euros. No las pagará. El hospital lo sabe y aún así la llevará a juicio. Llega el doctor Joseph Smiddy, radiografía en mano. "No hay nada extremadamente preocupante. Cuídese, deje de fumar, vuelva el año que viene". En este día, el doctor ha dado muchas malas noticias. "Enfisemas. Fibrosis. Ha habido incluso un caso de tuberculosis que hemos tenido que aislar", explica.
Este neumólogo sabe como pocos lo injusto que es el sistema sanitario norteamericano. Trata de forma gratuita a quien se lo pide y se puede permitir un viaje hasta Kingsport, en Tennessee, donde tiene su consulta. Pero incluso eso le sabe a poco. Ha montado un cuarto de revelado de radiografías, sellado a la luz, en una camioneta, y acude con él allá adonde se le necesita, sin cobrar. "Es duro decirle a alguien que puede sufrir cáncer", comenta.
Smiddy, con su abnegado altruismo, es una nota al margen en un cruel sistema sanitario que cuesta más de un billón y medio de euros. Como él, cientos de voluntarios acuden a la llamada de san Stan Brock, un hombre de 72 años que ofrece mucho más que esperanza. Desde 1982 lleva a su organización, RAM, a lugares donde era imposible encontrar médicos. Comenzó a operar en el Amazonas. En los noventa, sin embargo, decidió hacer un par de expediciones a Tennessee, en EE UU, donde había una carencia total de doctores. Se quedó. Desde entonces ha montado unas 600 clínicas temporales. En los Apalaches se le venera. Los pacientes le piden autógrafos. Salva vidas.
Desde este año, su clínica llega a grandes ciudades. "En agosto tuvimos que ir a Los Ángeles. Atendimos a unos 6.000 pacientes", dice. Nueva York, Washington y Miami son sus próximas paradas.
Brock mantiene la calma ante dramas personales que a otros les harían llorar. Pero hay algo que le enerva. "En este país existe una norma ilógica que impide a médicos de un Estado prestar servicio gratuito en otro. Por esa medida, siempre vamos cortos de médicos. Sólo hay una excepción: Tennessee, donde cambiaron las leyes después de que yo insistiera mucho". Hasta la caridad es una cláusula más en el gran contrato feroz que es la sanidad en EE UU.
El excremento del diablo (Moisés Naím)
MOISÉS NAÍM
El excremento del Diablo
MOISÉS NAÍM 11/10/2009
El petróleo empobrece. Los diamantes, el gas y el cobre también. Los países pobres que cuentan con abundantes recursos naturales suelen ser subdesarrollados. Esto ocurre no a pesar de sus riquezas naturales, sino debido a ellas. ¿Cómo puede ser que la riqueza natural de un país perpetúe la pobreza de la mayoría de sus habitantes? Debido a un fenómeno conocido como "la maldición de los recursos naturales".
Hay países que logran conjurar esta maldición. Noruega o Estados Unidos, por ejemplo, son a la vez petroleros y desarrollados. Pero son excepciones que no sólo confirman la regla, sino que también ilustran los antídotos contra esta maldición: democracia e instituciones que limitan la concentración del poder. Además, para neutralizar la maldición también es necesario mantener la estabilidad económica, controlar el gasto público, ahorrar para los años de vacas flacas, diversificar la economía, impedir la concentración del ingreso y evitar que la moneda del país sea demasiado costosa comparada con las de otras naciones. Los países exportadores de recursos naturales que no adoptan estas medidas empobrecen y maltratan a la gran mayoría de su población. La tragedia es que pocos logran evitar estos nocivos efectos. ¿Por qué?
La maldición de los recursos es como una enfermedad adictiva: le quita a la víctima la voluntad de curarse. Los grupos más poderosos de estas sociedades no tienen muchos incentivos para luchar contra los efectos perversos de la excesiva dependencia de los recursos naturales. Los efectos son perversos para el resto de la población, no para las élites. Éstas, por el contrario, se benefician de la situación.
El venezolano Juan Pablo Pérez Alfonzo, uno de los fundadores de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), fue el primero en llamar la atención sobre esto. El petróleo, dijo, no es oro negro; es el excremento del diablo. La intuición de Pérez Alfonzo ha sido rigurosamente confirmada. Desde 1975, por ejemplo, las economías de los países ricos en recursos naturales han crecido menos que las de los países que no exportan principalmente materias primas.
Peor aún, en los países afectados por la maldición, los beneficios del crecimiento económico se concentran en pequeños grupos políticos, militares y empresariales. Además, su moneda se encarece con respecto a las de otras naciones, lo cual frena las exportaciones de todo lo que no sea el recurso natural que tienen en abundancia. Esto, a su vez, inhibe la diversificación de la economía y condena a los países a depender cada vez más de las exportaciones de su principal materia prima. En el caso del petróleo, el crecimiento que este genera no crea puestos de trabajo en proporción a su peso en la economía. Así, en los países cuya principal exportación es el petróleo, esa industria genera más del 80% de los ingresos totales, pero tan sólo el 10% del empleo. Inevitablemente, esto aumenta la desigualdad económica.
Dado que los gobiernos de los países exportadores de materias primas no dependen de los impuestos de su población para financiarse, sus líderes pueden darse el lujo de ignorar las exigencias y necesidades de sus ciudadanos. Éstos, a su vez, desarrollan relaciones tenues y parasitarias con el Estado. Además, cuando mucho dinero público es controlado por pocos individuos que no rinden cuentas al resto de la sociedad, la corrupción es inevitable. Las similitudes de países tan diferentes como Rusia, Irán o Venezuela no son una casualidad. Son el resultado de la maldición.
Es muy difícil sacar del poder a gobiernos ricos en petróleo que, además, tienen la posibilidad de usar sus vastos recursos financieros para comprar o reprimir a sus opositores. Las estadísticas demuestran que es mucho menos probable que un país petrolero autoritario se transforme en una democracia de lo que resulta para una dictadura que no cuenta con abundantes recursos naturales. Las estadísticas también confirman que, en todas partes, las autocracias petroleras gastan más en armas y ejércitos y son más propensas a tener conflictos armados.
Esto no quiere decir que los países pobres con abundantes recursos naturales estén condenados al subdesarrollo. Chile y Botsuana son extraordinarios ejemplos de países menos desarrollados que a pesar de ser exportadores de materias primas han escapado de la maldición. Sus experiencias confirman cuáles son las vacunas que protegen a un país contra sus efectos. Pero ¿por qué estos países estuvieron dispuestos a vacunarse y otros no? Nadie sabe. A quien encuentre la respuesta a esta pregunta habría que darle el premio Nobel. No el de Economía. El de la Paz.
El excremento del Diablo
MOISÉS NAÍM 11/10/2009
El petróleo empobrece. Los diamantes, el gas y el cobre también. Los países pobres que cuentan con abundantes recursos naturales suelen ser subdesarrollados. Esto ocurre no a pesar de sus riquezas naturales, sino debido a ellas. ¿Cómo puede ser que la riqueza natural de un país perpetúe la pobreza de la mayoría de sus habitantes? Debido a un fenómeno conocido como "la maldición de los recursos naturales".
Hay países que logran conjurar esta maldición. Noruega o Estados Unidos, por ejemplo, son a la vez petroleros y desarrollados. Pero son excepciones que no sólo confirman la regla, sino que también ilustran los antídotos contra esta maldición: democracia e instituciones que limitan la concentración del poder. Además, para neutralizar la maldición también es necesario mantener la estabilidad económica, controlar el gasto público, ahorrar para los años de vacas flacas, diversificar la economía, impedir la concentración del ingreso y evitar que la moneda del país sea demasiado costosa comparada con las de otras naciones. Los países exportadores de recursos naturales que no adoptan estas medidas empobrecen y maltratan a la gran mayoría de su población. La tragedia es que pocos logran evitar estos nocivos efectos. ¿Por qué?
La maldición de los recursos es como una enfermedad adictiva: le quita a la víctima la voluntad de curarse. Los grupos más poderosos de estas sociedades no tienen muchos incentivos para luchar contra los efectos perversos de la excesiva dependencia de los recursos naturales. Los efectos son perversos para el resto de la población, no para las élites. Éstas, por el contrario, se benefician de la situación.
El venezolano Juan Pablo Pérez Alfonzo, uno de los fundadores de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), fue el primero en llamar la atención sobre esto. El petróleo, dijo, no es oro negro; es el excremento del diablo. La intuición de Pérez Alfonzo ha sido rigurosamente confirmada. Desde 1975, por ejemplo, las economías de los países ricos en recursos naturales han crecido menos que las de los países que no exportan principalmente materias primas.
Peor aún, en los países afectados por la maldición, los beneficios del crecimiento económico se concentran en pequeños grupos políticos, militares y empresariales. Además, su moneda se encarece con respecto a las de otras naciones, lo cual frena las exportaciones de todo lo que no sea el recurso natural que tienen en abundancia. Esto, a su vez, inhibe la diversificación de la economía y condena a los países a depender cada vez más de las exportaciones de su principal materia prima. En el caso del petróleo, el crecimiento que este genera no crea puestos de trabajo en proporción a su peso en la economía. Así, en los países cuya principal exportación es el petróleo, esa industria genera más del 80% de los ingresos totales, pero tan sólo el 10% del empleo. Inevitablemente, esto aumenta la desigualdad económica.
Dado que los gobiernos de los países exportadores de materias primas no dependen de los impuestos de su población para financiarse, sus líderes pueden darse el lujo de ignorar las exigencias y necesidades de sus ciudadanos. Éstos, a su vez, desarrollan relaciones tenues y parasitarias con el Estado. Además, cuando mucho dinero público es controlado por pocos individuos que no rinden cuentas al resto de la sociedad, la corrupción es inevitable. Las similitudes de países tan diferentes como Rusia, Irán o Venezuela no son una casualidad. Son el resultado de la maldición.
Es muy difícil sacar del poder a gobiernos ricos en petróleo que, además, tienen la posibilidad de usar sus vastos recursos financieros para comprar o reprimir a sus opositores. Las estadísticas demuestran que es mucho menos probable que un país petrolero autoritario se transforme en una democracia de lo que resulta para una dictadura que no cuenta con abundantes recursos naturales. Las estadísticas también confirman que, en todas partes, las autocracias petroleras gastan más en armas y ejércitos y son más propensas a tener conflictos armados.
Esto no quiere decir que los países pobres con abundantes recursos naturales estén condenados al subdesarrollo. Chile y Botsuana son extraordinarios ejemplos de países menos desarrollados que a pesar de ser exportadores de materias primas han escapado de la maldición. Sus experiencias confirman cuáles son las vacunas que protegen a un país contra sus efectos. Pero ¿por qué estos países estuvieron dispuestos a vacunarse y otros no? Nadie sabe. A quien encuentre la respuesta a esta pregunta habría que darle el premio Nobel. No el de Economía. El de la Paz.
domingo, 11 de octubre de 2009
Y los robos presentes de Javier Marías
JAVIER MARÍAS LA ZONA FANTASMA
Y los robos presentes
JAVIER MARÍAS 11/10/2009
No puedo jurar, así pues, que en mi juventud no habría caído en la tentación de robar con el ordenador, de haber existido éstos entonces. Yo ni siquiera tengo uno, pero lo cierto es que conozco a numerosas personas esencialmente honradas que se descargan sin ningún problema de conciencia cuanto les apetece ver, oír, y de aquí a poco leer. Que no se dé tal problema de conciencia –sabiéndose que no sólo se hurta a la “industria cultural”, a menudo abusiva, sino también a los creadores, a diferencia de lo que ocurría con los robos artesanales del pasado de que hablé hace una semana– se debe sobre todo a dos creencias disparatadas, desvergonzadas y nuevas, a saber: que “la cultura es de todos” y que “debe ser gratuita”. A arraigarlas han contribuido más que nadie los demagógicos Gobiernos actuales, con los españoles a la cabeza (nuestro país es, tras China, el segundo del mundo en número de descargas ilegales): Aznar y Zapatero han contraído una monstruosa deuda con los artistas en general. La práctica de bajarse lo que a uno le plazca, sin peligro, sin coste las más de las veces, está ya tan arraigada, en efecto, que difícilmente tiene vuelta atrás. No es sólo que los Gobiernos no hagan nada para proteger la propiedad intelectual, o que, si toman tímidas medidas (como en Francia), los jueces se las echen abajo. Es que si a estas alturas lo intentaran –castigaran con fuertes multas las descargas, por ejemplo, no digamos el almacenamiento en los discos duros–, habría una rebelión. Ya muchos internautas se ponen como fieras en cuanto se habla de regular o controlar un poco ese no-mercado. Se ha permitido que la gente se acostumbre a lo que no lo estuvo ninguna generación anterior: a disfrutar de los productos culturales sin soltar un céntimo, a apropiárselos con impunidad y a que además esa gente crea, incomprensiblemente, que tiene “derecho” a ello. Es seguro que ya no se va a desacostumbrar.
Por tanto no veo solución al problema, que nuestros irresponsables Gobiernos han dejado madurar hasta la pudrición. Pero sí preveo lo que, puestas así las cosas, puede pasar. Quienes hacemos obras artísticas, buenas o malas (escritores, músicos, cineastas), ya hemos estado discriminados siempre respecto al resto de la sociedad: lo que creamos o inventamos, lo que es más nuestro que cualquier bien adquirido por cualquiera, tiene fecha de caducidad y pasará a ser del dominio público un día, a diferencia de lo que ocurre con las propiedades de todos los demás: la gente lega sus casas, tierras, fortunas, negocios, de generación en generación. A nosotros, en cambio, se nos impone un límite –un extraño castigo–, sin recibir en vida por ello ninguna compensación. Ahora se pretende que ni siquiera cobremos, mientras estamos aún en el mundo, de muchos espectadores o lectores que disfrutan de nuestras obras nada más aparecer éstas. Pero no vivimos del aire: como todo vecino, pagamos un alquiler, la comida, el calzado y la ropa, el transporte y todo lo que los internautas abonan sin rechistar y sin considerar que tienen “derecho” a ello gratis. La mayoría empezamos a escribir o a componer por lo que antes se llamaba “vocación”, sí, pero no vamos a seguir haciéndolo tan sólo por vanidad. Hay internautas que preguntan a los creadores damnificados por sus hurtos: “Pero, ¿no te halaga que centenares de millares de personas quieran ver tu película u oír tu canción y que por eso se las descarguen?” Es como preguntarle a un jamonero si no lo halaga que las masas le sustraigan sus jamones de bellota, de tan ricos que están. Lo más probable es que, a la larga si no a la media, ese gran jamonero cerrara el negocio y ya no hubiera jamón.
Esto es lo que seguramente va a pasar con la cultura y el arte. Dejarán de hacerse. Llegará un día en que ya no habrá más canciones ni películas ni series de televisión ni novelas nuevas, porque a ninguno nos compensará dedicar el larguísimo tiempo y el enorme esfuerzo que supone crearlas para recibir muy poco a cambio. Los internautas no van a variar ya sus costumbres, bien está; pero conviene que sepan que son como los cazadores insaciables que extinguen una especie o como las empresas sin escrúpulos que deforestan y emiten CO2 sin cesar, y amenazan los recursos de la tierra. Poco a poco condenan a muerte lo que tanto aman, la cultura y las artes, sobre todo las independientes. Tal vez la única solución sea que los Estados asuman su irresponsabilidad y acaben por financiarlas, y ofrezcan al pueblo gratis lo que éste ya se toma del sector privado, que también desaparecerá. Pero, ¿qué clase de cultura será la que dependa de los políticos? Ellos decidirán quiénes la hacen y quiénes no, y también sus contenidos, más pronto o más tarde. Un modelo soviético, o en el mejor de los casos mexicano. Un modelo dirigido, burocrático, politizado, funcionarial, en el que se premiará a los dóciles y a los amigos del Gobierno de turno, los únicos facultados para escribir libros y hacer cine o televisión. Dudo que los internautas deseen bajarse mucho de semejante producción. Nadie les va a alterar ya sus costumbres adquiridas y consentidas, pero no está de más que sepan hacia dónde nos llevan, más que nada para que luego no se les ocurra quejarse ni protestar.
Y los robos presentes
JAVIER MARÍAS 11/10/2009
No puedo jurar, así pues, que en mi juventud no habría caído en la tentación de robar con el ordenador, de haber existido éstos entonces. Yo ni siquiera tengo uno, pero lo cierto es que conozco a numerosas personas esencialmente honradas que se descargan sin ningún problema de conciencia cuanto les apetece ver, oír, y de aquí a poco leer. Que no se dé tal problema de conciencia –sabiéndose que no sólo se hurta a la “industria cultural”, a menudo abusiva, sino también a los creadores, a diferencia de lo que ocurría con los robos artesanales del pasado de que hablé hace una semana– se debe sobre todo a dos creencias disparatadas, desvergonzadas y nuevas, a saber: que “la cultura es de todos” y que “debe ser gratuita”. A arraigarlas han contribuido más que nadie los demagógicos Gobiernos actuales, con los españoles a la cabeza (nuestro país es, tras China, el segundo del mundo en número de descargas ilegales): Aznar y Zapatero han contraído una monstruosa deuda con los artistas en general. La práctica de bajarse lo que a uno le plazca, sin peligro, sin coste las más de las veces, está ya tan arraigada, en efecto, que difícilmente tiene vuelta atrás. No es sólo que los Gobiernos no hagan nada para proteger la propiedad intelectual, o que, si toman tímidas medidas (como en Francia), los jueces se las echen abajo. Es que si a estas alturas lo intentaran –castigaran con fuertes multas las descargas, por ejemplo, no digamos el almacenamiento en los discos duros–, habría una rebelión. Ya muchos internautas se ponen como fieras en cuanto se habla de regular o controlar un poco ese no-mercado. Se ha permitido que la gente se acostumbre a lo que no lo estuvo ninguna generación anterior: a disfrutar de los productos culturales sin soltar un céntimo, a apropiárselos con impunidad y a que además esa gente crea, incomprensiblemente, que tiene “derecho” a ello. Es seguro que ya no se va a desacostumbrar.
Por tanto no veo solución al problema, que nuestros irresponsables Gobiernos han dejado madurar hasta la pudrición. Pero sí preveo lo que, puestas así las cosas, puede pasar. Quienes hacemos obras artísticas, buenas o malas (escritores, músicos, cineastas), ya hemos estado discriminados siempre respecto al resto de la sociedad: lo que creamos o inventamos, lo que es más nuestro que cualquier bien adquirido por cualquiera, tiene fecha de caducidad y pasará a ser del dominio público un día, a diferencia de lo que ocurre con las propiedades de todos los demás: la gente lega sus casas, tierras, fortunas, negocios, de generación en generación. A nosotros, en cambio, se nos impone un límite –un extraño castigo–, sin recibir en vida por ello ninguna compensación. Ahora se pretende que ni siquiera cobremos, mientras estamos aún en el mundo, de muchos espectadores o lectores que disfrutan de nuestras obras nada más aparecer éstas. Pero no vivimos del aire: como todo vecino, pagamos un alquiler, la comida, el calzado y la ropa, el transporte y todo lo que los internautas abonan sin rechistar y sin considerar que tienen “derecho” a ello gratis. La mayoría empezamos a escribir o a componer por lo que antes se llamaba “vocación”, sí, pero no vamos a seguir haciéndolo tan sólo por vanidad. Hay internautas que preguntan a los creadores damnificados por sus hurtos: “Pero, ¿no te halaga que centenares de millares de personas quieran ver tu película u oír tu canción y que por eso se las descarguen?” Es como preguntarle a un jamonero si no lo halaga que las masas le sustraigan sus jamones de bellota, de tan ricos que están. Lo más probable es que, a la larga si no a la media, ese gran jamonero cerrara el negocio y ya no hubiera jamón.
Esto es lo que seguramente va a pasar con la cultura y el arte. Dejarán de hacerse. Llegará un día en que ya no habrá más canciones ni películas ni series de televisión ni novelas nuevas, porque a ninguno nos compensará dedicar el larguísimo tiempo y el enorme esfuerzo que supone crearlas para recibir muy poco a cambio. Los internautas no van a variar ya sus costumbres, bien está; pero conviene que sepan que son como los cazadores insaciables que extinguen una especie o como las empresas sin escrúpulos que deforestan y emiten CO2 sin cesar, y amenazan los recursos de la tierra. Poco a poco condenan a muerte lo que tanto aman, la cultura y las artes, sobre todo las independientes. Tal vez la única solución sea que los Estados asuman su irresponsabilidad y acaben por financiarlas, y ofrezcan al pueblo gratis lo que éste ya se toma del sector privado, que también desaparecerá. Pero, ¿qué clase de cultura será la que dependa de los políticos? Ellos decidirán quiénes la hacen y quiénes no, y también sus contenidos, más pronto o más tarde. Un modelo soviético, o en el mejor de los casos mexicano. Un modelo dirigido, burocrático, politizado, funcionarial, en el que se premiará a los dóciles y a los amigos del Gobierno de turno, los únicos facultados para escribir libros y hacer cine o televisión. Dudo que los internautas deseen bajarse mucho de semejante producción. Nadie les va a alterar ya sus costumbres adquiridas y consentidas, pero no está de más que sepan hacia dónde nos llevan, más que nada para que luego no se les ocurra quejarse ni protestar.
domingo, 27 de septiembre de 2009
Pieles finísimas
JAVIER MARÍAS ZONA FANTASMA
Pieles finísimas
JAVIER MARÍAS 27/09/2009
Parece que cada nueva generación de jóvenes tenga la piel más fina y sea más pusilánime, y que cada nueva de padres esté más dispuesta a protegérsela y a fomentar esa pusilanimidad, en un crescendo sin fin. Los adultos, luego, se alarman ante los resultados, cuando ya es tarde: se encuentran con que tienen en sus hogares a adolescentes tiránicos que no soportan el menor contratiempo o frustración; que a veces les pegan palizas (sobre todo a las madres, que son más débiles); que zumban a policías, queman coches e intentan asaltar comisarías (oye, qué juerga) porque se les impide prolongar un ruidoso botellón más allá de las tres de la madrugada, como acaba de ocurrir en la acaudalada Pozuelo de Alarcón; que, en el peor y más extremo de los casos, violan en grupo a una muchacha de su edad o más joven, como sucedió en un par de ocasiones en Andalucía hace unos meses; y que por supuesto abandonan tempranamente los estudios, cuando aún no tienen conocimientos para trabajar en nada ni –con el galopante paro– oportunidad para ello. Esos adolescentes pusilánimes y despóticos no suelen provenir de familias marginales o pobres (aunque, como en todo, haya excepciones), sino de las medias y adineradas. Son aquellos a los que se ha podido y querido mimar; si no afectiva, sí económicamente.
Los estudiantes de la Universidad inglesa de Cambridge aún pertenecen, en su mayoría, a estas clases más o menos desahogadas, y su piel es finísima a tenor de lo que han pedido y conseguido: nada menos que acabar con una tradición de doscientos años. Han decidido que la colocación en tablones de las listas con los resultados de los exámenes finales (exámenes públicos, así se llaman) es algo “demasiado estresante” para ellos, que les provoca “angustia extra e innecesaria” y les supone una “humillación”, ya que permite a terceros enterarse de si han suspendido o aprobado, y además, si no se da uno prisa en ir a verlas, antes que los interesados. El protector profesorado ha atendido a su petición, así que a partir de ahora recibirán sus notas por e-mail o podrán consultarlas online (está por ver) cuarenta y ocho horas antes de que sean expuestas. No es difícil pronosticar que a la siguiente generación esto le parecerá insuficiente, y que exigirá que esas listas no se cuelguen en absoluto, aduciendo que esa información sólo concierne a cada cual. Los adultos, al paso que vamos, no se atreverán a contrariarlos, con lo que se perderá otra de las motivaciones de los estudiantes para aplicarse, a saber: la vergüenza de quedar ante sus colegas como burros, vagos o incompetentes.
Mientras los niños y jóvenes se tornan cada vez más caprichosos, arbitrarios, quejicas y dictatoriales, los Gobiernos intervienen para convertir en delito el cachete que los padres solían dar a sus vástagos cuando había que ponerles límites o enseñarles que ciertos actos acarrean consecuencias y castigos, es decir, lo que todo el mundo ha de aprender más pronto o más tarde, pues, que yo sepa, los castigos no han sido abolidos en nuestras sociedades. Toda la vida se ha distinguido sin dificultad entre eso, un cachete ocasional, y una paliza en toda regla por parte de un adulto a un niño, algo condenable y repugnante para casi cualquiera que no sea el palizador. Quienes han prohibido el cachete no siempre se oponen, sin embargo, a enviar a la cárcel a menores de edad si éstos cometen un delito de consideración. Es el reino de la contradicción: a un chaval no se le puede poner la mano encima bajo ningún concepto, aunque haga barbaridades y no entre en razón (su piel es finísima), pero sí se le puede meter una temporada entre rejas para hundirle la vida y que se acabe de malear. Nada es seguro, claro está, pero es posible que ni los violadores juveniles ni los fascistoides de Pozuelo hubieran llegado tan lejos si hubieran recibido, en anteriores fases, alguna que otra torta proporcional y hubieran aprendido a temer las consecuencias de sus actos incipientemente delictivos. El temor a las consecuencias sigue siendo –lo siento, ojalá no fuera así– uno de los mayores elementos disuasorios, también para los adultos. Hay muchos, entre éstos, que no roban ni pegan ni matan tan sólo porque saben que los pueden pillar y que les caerá un castigo. Si esto, como digo, ha de aprenderse antes o después, no veo por qué dicho aprendizaje se retrasa ahora hasta edades en las que a veces es demasiado tarde: ¿cómo va a aceptar un joven que no puede hacer esto o aquello si a lo largo de sus quince o dieciocho años se lo ha educado en la creencia de que siempre se saldría con la suya, de que a todo tenía derecho a cambio de ningún deber, y de que sus acciones más graves no acarrearían más consecuencia que el rollo que le soltaran los plastas de sus padres o profesores?
Ya sé cómo algunos leerán este artículo: como una mera reivindicación de la bofetada. Miren, qué se le va a hacer. Puestos a ser tan simplistas como esos posibles lectores, prefiero que un muchacho se lleve alguna de vez en cuando a que se lo arroje a una celda demasiado pronto, sin capacidad para entender de golpe por qué diablos está ahí, o a que viole a una compañera en manada y se vuelva a casa creyendo que eso no tiene mayor importancia que ponerse ciego de alcohol en las felices noches de botellón.
Pieles finísimas
JAVIER MARÍAS 27/09/2009
Parece que cada nueva generación de jóvenes tenga la piel más fina y sea más pusilánime, y que cada nueva de padres esté más dispuesta a protegérsela y a fomentar esa pusilanimidad, en un crescendo sin fin. Los adultos, luego, se alarman ante los resultados, cuando ya es tarde: se encuentran con que tienen en sus hogares a adolescentes tiránicos que no soportan el menor contratiempo o frustración; que a veces les pegan palizas (sobre todo a las madres, que son más débiles); que zumban a policías, queman coches e intentan asaltar comisarías (oye, qué juerga) porque se les impide prolongar un ruidoso botellón más allá de las tres de la madrugada, como acaba de ocurrir en la acaudalada Pozuelo de Alarcón; que, en el peor y más extremo de los casos, violan en grupo a una muchacha de su edad o más joven, como sucedió en un par de ocasiones en Andalucía hace unos meses; y que por supuesto abandonan tempranamente los estudios, cuando aún no tienen conocimientos para trabajar en nada ni –con el galopante paro– oportunidad para ello. Esos adolescentes pusilánimes y despóticos no suelen provenir de familias marginales o pobres (aunque, como en todo, haya excepciones), sino de las medias y adineradas. Son aquellos a los que se ha podido y querido mimar; si no afectiva, sí económicamente.
Los estudiantes de la Universidad inglesa de Cambridge aún pertenecen, en su mayoría, a estas clases más o menos desahogadas, y su piel es finísima a tenor de lo que han pedido y conseguido: nada menos que acabar con una tradición de doscientos años. Han decidido que la colocación en tablones de las listas con los resultados de los exámenes finales (exámenes públicos, así se llaman) es algo “demasiado estresante” para ellos, que les provoca “angustia extra e innecesaria” y les supone una “humillación”, ya que permite a terceros enterarse de si han suspendido o aprobado, y además, si no se da uno prisa en ir a verlas, antes que los interesados. El protector profesorado ha atendido a su petición, así que a partir de ahora recibirán sus notas por e-mail o podrán consultarlas online (está por ver) cuarenta y ocho horas antes de que sean expuestas. No es difícil pronosticar que a la siguiente generación esto le parecerá insuficiente, y que exigirá que esas listas no se cuelguen en absoluto, aduciendo que esa información sólo concierne a cada cual. Los adultos, al paso que vamos, no se atreverán a contrariarlos, con lo que se perderá otra de las motivaciones de los estudiantes para aplicarse, a saber: la vergüenza de quedar ante sus colegas como burros, vagos o incompetentes.
Mientras los niños y jóvenes se tornan cada vez más caprichosos, arbitrarios, quejicas y dictatoriales, los Gobiernos intervienen para convertir en delito el cachete que los padres solían dar a sus vástagos cuando había que ponerles límites o enseñarles que ciertos actos acarrean consecuencias y castigos, es decir, lo que todo el mundo ha de aprender más pronto o más tarde, pues, que yo sepa, los castigos no han sido abolidos en nuestras sociedades. Toda la vida se ha distinguido sin dificultad entre eso, un cachete ocasional, y una paliza en toda regla por parte de un adulto a un niño, algo condenable y repugnante para casi cualquiera que no sea el palizador. Quienes han prohibido el cachete no siempre se oponen, sin embargo, a enviar a la cárcel a menores de edad si éstos cometen un delito de consideración. Es el reino de la contradicción: a un chaval no se le puede poner la mano encima bajo ningún concepto, aunque haga barbaridades y no entre en razón (su piel es finísima), pero sí se le puede meter una temporada entre rejas para hundirle la vida y que se acabe de malear. Nada es seguro, claro está, pero es posible que ni los violadores juveniles ni los fascistoides de Pozuelo hubieran llegado tan lejos si hubieran recibido, en anteriores fases, alguna que otra torta proporcional y hubieran aprendido a temer las consecuencias de sus actos incipientemente delictivos. El temor a las consecuencias sigue siendo –lo siento, ojalá no fuera así– uno de los mayores elementos disuasorios, también para los adultos. Hay muchos, entre éstos, que no roban ni pegan ni matan tan sólo porque saben que los pueden pillar y que les caerá un castigo. Si esto, como digo, ha de aprenderse antes o después, no veo por qué dicho aprendizaje se retrasa ahora hasta edades en las que a veces es demasiado tarde: ¿cómo va a aceptar un joven que no puede hacer esto o aquello si a lo largo de sus quince o dieciocho años se lo ha educado en la creencia de que siempre se saldría con la suya, de que a todo tenía derecho a cambio de ningún deber, y de que sus acciones más graves no acarrearían más consecuencia que el rollo que le soltaran los plastas de sus padres o profesores?
Ya sé cómo algunos leerán este artículo: como una mera reivindicación de la bofetada. Miren, qué se le va a hacer. Puestos a ser tan simplistas como esos posibles lectores, prefiero que un muchacho se lleve alguna de vez en cuando a que se lo arroje a una celda demasiado pronto, sin capacidad para entender de golpe por qué diablos está ahí, o a que viole a una compañera en manada y se vuelva a casa creyendo que eso no tiene mayor importancia que ponerse ciego de alcohol en las felices noches de botellón.
martes, 15 de septiembre de 2009
Qué mal está siempre la juventud
REPORTAJE: vida&artes
Qué mal está siempre la juventud
Los brotes de violencia se repiten cada década - La rebelión de menores en Pozuelo no representa una generación peor
DANIEL BORASTEROS 15/09/2009
"Batalla campal por un rato más de música y copas", así, de forma sintética, explicaba un redactor de EL PAÍS la enorme trifulca entre jóvenes de clase acomodada y los agentes de la Policía Nacional.
"Batalla campal por un rato más de música y copas", así, de forma sintética, explicaba un redactor de EL PAÍS la enorme trifulca entre jóvenes de clase acomodada y los agentes de la Policía Nacional. Una bronca que concluyó con 46 heridos y 22 detenidos después de que "una avalancha de chicos agrediera a los agentes, que rodeados tuvieron que pedir refuerzos". Las cifras son correctas. Aunque no coincidan con el balance numérico de lo sucedido hace algo más de una semana en el municipio madrileño de Pozuelo, cuando una marea juvenil se extendió dejando atrás vehículos quemados y cientos de botellas voladoras, hasta a encaramarse a los muros de una comisaría. Sencillamente, describían una reyerta casi idéntica pero en otro pueblo, Las Rozas (a menos de 10 kilómetros de Pozuelo y muy semejante nivel socio económico) y en otro año. Concretamente, en 1995. Hace 14 años. El entonces alcalde de Las Rozas, Bonifacio de Santiago, declaró que había sido "gente de fuera del pueblo". Exactamente lo mismo que afirmó Juan Siguero, edil de Pozuelo, a la mañana siguiente de la batalla.
Desde 1979 las noticias que describen un fin de fiesta violento entre jóvenes y cuerpos de seguridad forman una larga ristra con al menos 20 llamativos titulares. ¿Estamos entonces ante un alarmante fenómeno nuevo? ¿Los jóvenes están peor que nunca? Policías, sociólogos, políticos, psicólogos y educadores, ahora, creen que no, pero con matices.
Sus posturas se dividen entre los que consideran que es un proceso de hace 30 años que va "in crescendo" según se deteriora la educación y los que, sencillamente, opinan que han cambiado las formas pero no el fondo de la búsqueda de identidad de la juventud a través de la rebeldía, aunque sea una rebeldía no muy bien digerida.
"¡En Majadahonda todos los años hay movidas! ¡A mí no me ha sorprendido lo de Pozuelo para nada!", quien lanza las exclamaciones es Dolores Dolz, concejal de IU por el Ayuntamiento de Majadahonda, otro de los vértices del rectángulo que conforman los ricos municipios del noroeste de Madrid. Para Dolz, las broncas son "frecuentísimas" desde hace más de una década, aunque reconoce la excepcionalidad de lo ocurrido en Pozuelo.
De manera más pausada, Carlos Lles, sociólogo urbano que ha elaborado los dos primeros estudios integrales sobre la juventud madrileña, se remonta a una conferencia en Barcelona a mediados de los noventa. La dio junto al psiquiatra Luis Rojas Marcos. El tema era la violencia en los jóvenes. "Entonces ya produjeron mucha alarma algunos casos en los que los chicos involucrados en los incidentes eran de clase media", rememora. Ya se hablaba de apatía, de falta de valores. Y de un desconcierto que invitaba a refugiarse en el alcohol.
"No es nuevo, está claro", observa Lles, quien sin embargo señala el asalto a la comisaría como un salto cualitativo. Un avance en la falta de respeto democrático que, en cualquier caso, no le resulta "sorprendente" y que apunta hacia una falta de transmisión de valores de los padres.
En ese punto, en los padres, también se detiene Francisco Birseda, de la oficina del Defensor del Pueblo. "Esto es más de lo mismo desde los ochenta", certifica Birseda, que establece un antes y un después entre las generaciones que aún vivieron, aunque fuera por referencias, la dictadura franquista y las primeras generaciones criadas ya en plena libertad. La frontera, en su opinión, son los años ochenta. "Desde entonces, los episodios violentos de los jóvenes son lo mismo", insiste, señalando que la educación de los chavales ha quedado exclusivamente en manos de los profesores, que se ven desbordados. "Puede que hubiera en su momento un gusto por enfrentarse a la autoridad porque se identificaba con la falta de libertad", sugiere Birseda, que ahora niega ese carácter a las revueltas juveniles.
Su jefe directo, Enrique Múgica, Defensor del Pueblo, achacó los acontecimientos a una progresiva falta de respeto de los jóvenes, empezando por sus maestros. Uno de los ejemplos que resaltó a ese respecto fue el de la pérdida del tratamiento de usted con los profesores, sintomático, en su opinión, de esa ausencia de referencia y autoridad de los chicos que, insistió, comienza dentro de las propias casas.
Sobre este asunto, también habló ayer el ministro de Educación, Ángel Gabilondo, que sostuvo que la solución no está en "eliminar sin más el tuteo" y consideró que lo importante no es "quedarse en los aspectos formales" sino respetar "a quien sabe más, tiene otra edad y otras experiencias".
Las algaradas juveniles se han repetido año a año desde hace tres décadas en Alcorcón, Móstoles, Las Rozas, Pozuelo, Getafe, Cáceres, Barcelona o Madrid. En ocasiones se ha tildado a los participantes de radicales. De chicos con una ideología subyacente. "Antisistemas", por ejemplo. Pero otras veces esa etiqueta ha sido más complicado colgarla, y entonces ha surgido la perplejidad. En esencia, todas tienen que ver con multitudes juveniles, alcohol y presencia policial.
"Hay de todo entre los chavales y entre los padres", matiza un veterano profesor de secundaria que prefiere no dar su nombre dada su condición de funcionario, que estima que los acontecimientos de Pozuelo son "un modo de pasar el rato y buscar emociones fuertes, algo que contar a los colegas pero sin un gran riesgo real porque la policía sabes que tampoco te va a matar. Es como un encierro, pero con guardias en lugar de toros".
Este educador también traza una línea que va desde la dictadura hasta el actual sistema de libertades y recuerda que estos jóvenes han sido educados por padres con un recuerdo, si no una experiencia directa, de la represión y el autoritarismo constante. "Los chicos son más individualistas y buscan una identidad perdida en la confrontación contra los otros", coincide el sociólogo Julio Alguacil en la idea de que la pelea es algo reafirmante y divertido para esta generación, que percibe el enfrentamiento violento como un juego sin riesgos.
En la búsqueda de esa identidad y del gusto por enmascararla entre la masa, hay quienes opinan que han jugado un papel importante las nuevas tecnologías. Es el caso de Lorenzo Navarrete, decano del Colegio de Politólogos y Sociólogos. "Hay una confusión entre la vida real y la virtual", sostiene este académico, que además apunta a que si la red social de una persona está compuesta por 7.000 personas, las posibilidades de que se sienta concernida por algo que le suceda a su círculo se amplían muchísimo. "No se considera que lo que uno está haciendo sea real, sino un juego", concluye. Y, por eso, el concepto de responsabilidad queda más diluido. La comunidad Tuenti, la favorita de los menores de 20 años, se ha llenado de comentarios sobre los incidentes de Pozuelo. Casi todos van en una dirección: "La policía se pasó".
Y en estas redes campa a sus anchas la generación Ni-Ni, o sea, que ni estudia ni trabaja. Así es como se adjetiva despectivamente -y con un punto de generalización cruel- a los nacidos en los años noventa. Unos chicos que no tiene muy buena fama entre los treintañeros que pasean por Pozuelo. "Es una generación que está perdida, no respetan nada", dice de un tirón Óscar. Su problema, opina este comerciante de la zona donde se produjo la batalla campal, es que "no hay autoridad que les acobarde". Stefan, camarero del Hotel Pozuelo, también confía a un parroquiano su propia teoría: "La democracia es buena para algunas cosas, pero no para botellón".
Los aludidos, los chavales que nacieron en los años noventa, resultan ser una heterogénea marea sin una voz conjunta. Por ejemplo, Victoria, de 15 años y estudiante de un centro privado de Pozuelo, piensa que lo sucedido fue "obra de los descerebrados de siempre. Los hay en todos los institutos, de pijos o no. Les parece muy divertido montar el pollo para luego vacilar por ahí contándolo". Lucía, también quinceañera, fue testigo de los sucesos y, aunque critica la actitud de los violentos, insiste en que la policía tuvo "mucha culpa porque iban contra todos, sin distinguir entre quienes estaban tirando botellas y los que sólo estábamos allí divirtiéndonos".
Una actitud benevolente con la mayoría de los adolescentes que el experto en programas de alcohol en jóvenes Santiago Agustín también comparte: "En muchos aspectos estamos mejor que en décadas pasadas", afirma Agustín, que concede que el consumo de bebidas entre los chicos "es altísimo", pero apostilla: "Como siempre de altísimo". "Parece que esto no ha sucedido nunca y todos se echan las manos a la cabeza, pero el problema de buscar una alternativa al ocio juvenil es ya muy antiguo", observa este psicólogo y educador juvenil.
Varios expertos señalan que esa búsqueda de ocio en el alcohol y la masa se convierte "en algo más sórdido por el botellón, que despoja ese ocio lógico que busca el ligar de todo ritual y lo transforma el algo hostil y violento".
"Es lo mismo de siempre, sí, pero peor, aunque desde luego no es un fenómeno de anteayer", replica Juan Antonio García Núñez, también psicólogo y especialista en menores problemáticos. Para García Núñez los chavales carecen de valores y han regresado a "los valores del cuerpo". En contraposición, opina, "a cosas sencillas como disfrutar de una puesta de sol o del respeto por la gente que te rodea".
"La estructura social cada vez contiene menos a los adolescentes", es su diagnóstico, y eso, sostiene, fuerza a los chicos al límite. En ese límite está la estructura policial. O sea, el avance hacia el último dique de contención. Los agentes y, en el caso de Pozuelo, hasta la propia comisaría.
Los agentes, como Felipe Brihuega, portavoz del Sindicato Unificado de Policía, no centran tanto su discurso en las generaciones y sus posibles diferencias educativas como en el hecho de que ahora se pongan a emborracharse, juntos, cientos de chicos en el botellón. "Eso viene del norte de Europa, aquí siempre se ha ido de cuadrillas, de vinos". Tampoco son los agentes quienes dan más importancia al hecho de que algunos chicos intentasen asaltar la comisaría. "En realidad tampoco la intentaron asaltar, fue una especie de provocación final", explica una fuente policial. Lo que sí saben los agentes desde hace muchos años es que una fiesta "llena de gente bebiendo alcohol" no se puede detener a golpe de pito. "Eso es un gran error, hay que ir avisando y que se disuelva poco a poco, por su propio peso, por cansancio", sentencia Brihuega.
Una reflexión compartida por Beatriz García, del Sindicato de Estudiantes. "Lo que ha habido es una represión policial excesiva", apunta esta chica de 26 años, que afirma que no está de acuerdo con "ese modelo de ocio basado en la bebida", pero que cree que los medios de comunicación han "distorsionado los hechos". Eso, dice, sin justificar el "comportamiento salvaje de esos chavales".
© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200
Qué mal está siempre la juventud
Los brotes de violencia se repiten cada década - La rebelión de menores en Pozuelo no representa una generación peor
DANIEL BORASTEROS 15/09/2009
"Batalla campal por un rato más de música y copas", así, de forma sintética, explicaba un redactor de EL PAÍS la enorme trifulca entre jóvenes de clase acomodada y los agentes de la Policía Nacional.
"Batalla campal por un rato más de música y copas", así, de forma sintética, explicaba un redactor de EL PAÍS la enorme trifulca entre jóvenes de clase acomodada y los agentes de la Policía Nacional. Una bronca que concluyó con 46 heridos y 22 detenidos después de que "una avalancha de chicos agrediera a los agentes, que rodeados tuvieron que pedir refuerzos". Las cifras son correctas. Aunque no coincidan con el balance numérico de lo sucedido hace algo más de una semana en el municipio madrileño de Pozuelo, cuando una marea juvenil se extendió dejando atrás vehículos quemados y cientos de botellas voladoras, hasta a encaramarse a los muros de una comisaría. Sencillamente, describían una reyerta casi idéntica pero en otro pueblo, Las Rozas (a menos de 10 kilómetros de Pozuelo y muy semejante nivel socio económico) y en otro año. Concretamente, en 1995. Hace 14 años. El entonces alcalde de Las Rozas, Bonifacio de Santiago, declaró que había sido "gente de fuera del pueblo". Exactamente lo mismo que afirmó Juan Siguero, edil de Pozuelo, a la mañana siguiente de la batalla.
Desde 1979 las noticias que describen un fin de fiesta violento entre jóvenes y cuerpos de seguridad forman una larga ristra con al menos 20 llamativos titulares. ¿Estamos entonces ante un alarmante fenómeno nuevo? ¿Los jóvenes están peor que nunca? Policías, sociólogos, políticos, psicólogos y educadores, ahora, creen que no, pero con matices.
Sus posturas se dividen entre los que consideran que es un proceso de hace 30 años que va "in crescendo" según se deteriora la educación y los que, sencillamente, opinan que han cambiado las formas pero no el fondo de la búsqueda de identidad de la juventud a través de la rebeldía, aunque sea una rebeldía no muy bien digerida.
"¡En Majadahonda todos los años hay movidas! ¡A mí no me ha sorprendido lo de Pozuelo para nada!", quien lanza las exclamaciones es Dolores Dolz, concejal de IU por el Ayuntamiento de Majadahonda, otro de los vértices del rectángulo que conforman los ricos municipios del noroeste de Madrid. Para Dolz, las broncas son "frecuentísimas" desde hace más de una década, aunque reconoce la excepcionalidad de lo ocurrido en Pozuelo.
De manera más pausada, Carlos Lles, sociólogo urbano que ha elaborado los dos primeros estudios integrales sobre la juventud madrileña, se remonta a una conferencia en Barcelona a mediados de los noventa. La dio junto al psiquiatra Luis Rojas Marcos. El tema era la violencia en los jóvenes. "Entonces ya produjeron mucha alarma algunos casos en los que los chicos involucrados en los incidentes eran de clase media", rememora. Ya se hablaba de apatía, de falta de valores. Y de un desconcierto que invitaba a refugiarse en el alcohol.
"No es nuevo, está claro", observa Lles, quien sin embargo señala el asalto a la comisaría como un salto cualitativo. Un avance en la falta de respeto democrático que, en cualquier caso, no le resulta "sorprendente" y que apunta hacia una falta de transmisión de valores de los padres.
En ese punto, en los padres, también se detiene Francisco Birseda, de la oficina del Defensor del Pueblo. "Esto es más de lo mismo desde los ochenta", certifica Birseda, que establece un antes y un después entre las generaciones que aún vivieron, aunque fuera por referencias, la dictadura franquista y las primeras generaciones criadas ya en plena libertad. La frontera, en su opinión, son los años ochenta. "Desde entonces, los episodios violentos de los jóvenes son lo mismo", insiste, señalando que la educación de los chavales ha quedado exclusivamente en manos de los profesores, que se ven desbordados. "Puede que hubiera en su momento un gusto por enfrentarse a la autoridad porque se identificaba con la falta de libertad", sugiere Birseda, que ahora niega ese carácter a las revueltas juveniles.
Su jefe directo, Enrique Múgica, Defensor del Pueblo, achacó los acontecimientos a una progresiva falta de respeto de los jóvenes, empezando por sus maestros. Uno de los ejemplos que resaltó a ese respecto fue el de la pérdida del tratamiento de usted con los profesores, sintomático, en su opinión, de esa ausencia de referencia y autoridad de los chicos que, insistió, comienza dentro de las propias casas.
Sobre este asunto, también habló ayer el ministro de Educación, Ángel Gabilondo, que sostuvo que la solución no está en "eliminar sin más el tuteo" y consideró que lo importante no es "quedarse en los aspectos formales" sino respetar "a quien sabe más, tiene otra edad y otras experiencias".
Las algaradas juveniles se han repetido año a año desde hace tres décadas en Alcorcón, Móstoles, Las Rozas, Pozuelo, Getafe, Cáceres, Barcelona o Madrid. En ocasiones se ha tildado a los participantes de radicales. De chicos con una ideología subyacente. "Antisistemas", por ejemplo. Pero otras veces esa etiqueta ha sido más complicado colgarla, y entonces ha surgido la perplejidad. En esencia, todas tienen que ver con multitudes juveniles, alcohol y presencia policial.
"Hay de todo entre los chavales y entre los padres", matiza un veterano profesor de secundaria que prefiere no dar su nombre dada su condición de funcionario, que estima que los acontecimientos de Pozuelo son "un modo de pasar el rato y buscar emociones fuertes, algo que contar a los colegas pero sin un gran riesgo real porque la policía sabes que tampoco te va a matar. Es como un encierro, pero con guardias en lugar de toros".
Este educador también traza una línea que va desde la dictadura hasta el actual sistema de libertades y recuerda que estos jóvenes han sido educados por padres con un recuerdo, si no una experiencia directa, de la represión y el autoritarismo constante. "Los chicos son más individualistas y buscan una identidad perdida en la confrontación contra los otros", coincide el sociólogo Julio Alguacil en la idea de que la pelea es algo reafirmante y divertido para esta generación, que percibe el enfrentamiento violento como un juego sin riesgos.
En la búsqueda de esa identidad y del gusto por enmascararla entre la masa, hay quienes opinan que han jugado un papel importante las nuevas tecnologías. Es el caso de Lorenzo Navarrete, decano del Colegio de Politólogos y Sociólogos. "Hay una confusión entre la vida real y la virtual", sostiene este académico, que además apunta a que si la red social de una persona está compuesta por 7.000 personas, las posibilidades de que se sienta concernida por algo que le suceda a su círculo se amplían muchísimo. "No se considera que lo que uno está haciendo sea real, sino un juego", concluye. Y, por eso, el concepto de responsabilidad queda más diluido. La comunidad Tuenti, la favorita de los menores de 20 años, se ha llenado de comentarios sobre los incidentes de Pozuelo. Casi todos van en una dirección: "La policía se pasó".
Y en estas redes campa a sus anchas la generación Ni-Ni, o sea, que ni estudia ni trabaja. Así es como se adjetiva despectivamente -y con un punto de generalización cruel- a los nacidos en los años noventa. Unos chicos que no tiene muy buena fama entre los treintañeros que pasean por Pozuelo. "Es una generación que está perdida, no respetan nada", dice de un tirón Óscar. Su problema, opina este comerciante de la zona donde se produjo la batalla campal, es que "no hay autoridad que les acobarde". Stefan, camarero del Hotel Pozuelo, también confía a un parroquiano su propia teoría: "La democracia es buena para algunas cosas, pero no para botellón".
Los aludidos, los chavales que nacieron en los años noventa, resultan ser una heterogénea marea sin una voz conjunta. Por ejemplo, Victoria, de 15 años y estudiante de un centro privado de Pozuelo, piensa que lo sucedido fue "obra de los descerebrados de siempre. Los hay en todos los institutos, de pijos o no. Les parece muy divertido montar el pollo para luego vacilar por ahí contándolo". Lucía, también quinceañera, fue testigo de los sucesos y, aunque critica la actitud de los violentos, insiste en que la policía tuvo "mucha culpa porque iban contra todos, sin distinguir entre quienes estaban tirando botellas y los que sólo estábamos allí divirtiéndonos".
Una actitud benevolente con la mayoría de los adolescentes que el experto en programas de alcohol en jóvenes Santiago Agustín también comparte: "En muchos aspectos estamos mejor que en décadas pasadas", afirma Agustín, que concede que el consumo de bebidas entre los chicos "es altísimo", pero apostilla: "Como siempre de altísimo". "Parece que esto no ha sucedido nunca y todos se echan las manos a la cabeza, pero el problema de buscar una alternativa al ocio juvenil es ya muy antiguo", observa este psicólogo y educador juvenil.
Varios expertos señalan que esa búsqueda de ocio en el alcohol y la masa se convierte "en algo más sórdido por el botellón, que despoja ese ocio lógico que busca el ligar de todo ritual y lo transforma el algo hostil y violento".
"Es lo mismo de siempre, sí, pero peor, aunque desde luego no es un fenómeno de anteayer", replica Juan Antonio García Núñez, también psicólogo y especialista en menores problemáticos. Para García Núñez los chavales carecen de valores y han regresado a "los valores del cuerpo". En contraposición, opina, "a cosas sencillas como disfrutar de una puesta de sol o del respeto por la gente que te rodea".
"La estructura social cada vez contiene menos a los adolescentes", es su diagnóstico, y eso, sostiene, fuerza a los chicos al límite. En ese límite está la estructura policial. O sea, el avance hacia el último dique de contención. Los agentes y, en el caso de Pozuelo, hasta la propia comisaría.
Los agentes, como Felipe Brihuega, portavoz del Sindicato Unificado de Policía, no centran tanto su discurso en las generaciones y sus posibles diferencias educativas como en el hecho de que ahora se pongan a emborracharse, juntos, cientos de chicos en el botellón. "Eso viene del norte de Europa, aquí siempre se ha ido de cuadrillas, de vinos". Tampoco son los agentes quienes dan más importancia al hecho de que algunos chicos intentasen asaltar la comisaría. "En realidad tampoco la intentaron asaltar, fue una especie de provocación final", explica una fuente policial. Lo que sí saben los agentes desde hace muchos años es que una fiesta "llena de gente bebiendo alcohol" no se puede detener a golpe de pito. "Eso es un gran error, hay que ir avisando y que se disuelva poco a poco, por su propio peso, por cansancio", sentencia Brihuega.
Una reflexión compartida por Beatriz García, del Sindicato de Estudiantes. "Lo que ha habido es una represión policial excesiva", apunta esta chica de 26 años, que afirma que no está de acuerdo con "ese modelo de ocio basado en la bebida", pero que cree que los medios de comunicación han "distorsionado los hechos". Eso, dice, sin justificar el "comportamiento salvaje de esos chavales".
© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200
domingo, 13 de septiembre de 2009
Frente a la ira, cuente hasta cien, Francesc Miralles
REPORTAJE: intro PSICOLOGÍA
Frente a la ira, cuente hasta cien
FRANCESC MIRALLES 13/09/2009
Hacer 'lo que nos pide el cuerpo'. Algo que, ante situaciones que nos irritan, suele llevarnos a escaladas de violencia que no conducen a nada. Y luego nos arrepentimos. Éste es un pequeño manual para enfriar los ataques de ira.
Vivimos instalados en la inmediatez, y eso se traduce también en nuestras reacciones. Del mismo modo que cuando recibimos un correo electrónico o un SMS nos sentimos empujados a contestar sin demora, también cuando experimentamos una emoción tendemos a darle salida inmediatamente. Cada día asistimos a escenas de conductores que pierden los estribos, parejas que se comunican a gritos y jefes que se dirigen a sus empleados en un tono de voz hiriente. Uno de los problemas de las expresiones de furia son los daños que luego hay que subsanar. En unos segundos desafortunados se puede destruir una confianza que ha necesitado años para edificarse.
Una fórmula mágica
"La ira no nos permite saber lo que hacemos, y todavía menos lo que decimos" (Arthur Schopenhauer)
Uno de los fundadores de Integral, el editor Jaume Rosselló, explica que aprendió la fórmula contra la ira y sus estragos del primer director de la revista, Santi Giol, que solía difundir la máxima "Lo contrario es lo conveniente". Aplicado a las relaciones interpersonales, podemos entenderla del siguiente modo: en momentos de crispación, si aportamos la misma energía que nuestro oponente, sólo lograremos doblar la negatividad. En vez de solucionar el problema, lo empeoraremos. En cambio, si decidimos apostar por la emoción contraria, podemos revertir la situación.
Sin llegar a poner la otra mejilla, en el siguiente caso práctico entenderemos cómo opera esta fórmula mágica: imaginemos un empleado que está muy enfadado con su jefe porque éste no ha cumplido su promesa de aumentarle el sueldo. Le ha escrito un par de correos electrónicos, pero no ha obtenido más que silencio. Al percibir el tono de irritación en los mensajes, el jefe ha optado por no contestar. Esto no ha hecho más que aumentar la furia del empleado, que se siente empujado a solicitar una reunión para protestar airadamente. Sabe que con eso se juega el puesto, pero piensa hacerlo porque se lo pide el cuerpo.
Si dejamos que la escalada de energía negativa llegue a su culmen, el resultado será una pelea que destruirá definitivamente el vínculo entre ambos. Pero ¿qué sucedería si el empleado aplicara la estrategia de lo contrario es lo conveniente?
Puesto que su impulso natural es recriminar agriamente la promesa incumplida, la reacción contraria sería la amabilidad y el agradecimiento. Puede escribirle un correo electrónico conciliador en el que mencione los aspectos más positivos de trabajar en la empresa. Por chocante que parezca esta reacción, lo más probable es que ambas personas vuelvan rápidamente a la senda del entendimiento. Desaparecida la tensión, aumentan las posibilidades de que el empleado mantenga su trabajo e incluso vea a medio plazo el aumento de sueldo.
La prueba de las 24 horas
"Cuando te inunde la alegría, no prometas nada a nadie. Cuando te domine la ira, no escribas ninguna carta" (proverbio chino)
Gran parte de los conflictos interpersonales se podrían evitar sólo con retrasar la respuesta 24 horas. Cuando estamos en caliente, nos parece muy clara cuál debe ser nuestra reacción, y si no obedecemos a ese impulso nos parece que estamos perdiendo algún tren. Sin embargo, la experiencia demuestra que muy raramente nos arrepentimos de no haber hecho o dicho algo. Por tanto, si no somos capaces de hacer lo contrario de lo que nos dicta el temperamento, merece la pena como mínimo aguardar un día para revisar, con perspectiva, si nuestra respuesta es proporcional.
Un primer paso para desactivar una emoción explosiva es reconocerla como tal. Si aceptamos que nuestra visión del conflicto está deformada por la ira, habremos empezado a desactivarla. Un poco de sentido del humor hará el resto.
Si nos resulta difícil contener el sentimiento negativo que pugna por salir, como mínimo podemos buscar un filtro: una persona juiciosa y serena que nos diga si es tan urgente la resolución.
Tu enemigo es tu mejor maestro
La Biblia enseña a amar a nuestros enemigos como si fueran amigos, posiblemente porque son los mismos" (Vittorio de Sica)
Llevando al extremo la filosofía de lo contrario es lo conveniente, podemos considerar a nuestro enemigo como el mejor maestro. No hay defectos que molesten más que los que uno mismo también posee, por lo que hay que considerar a la persona que nos saca de quicio como un espejo de nuestras limitaciones. Es una visión ligada al budismo, pero también la recoge el poeta libanés Khalil Gibran: "He aprendido el silencio a través del charlatán; la tolerancia, a través del intolerante, y la amabilidad, a través del grosero".
Aunque no reconozcamos en nosotros las faltas que vemos en el otro, toda situación de violencia, engaño o injusticia es una oportunidad de revisar nuestras actitudes personales.
Un espejo revelador
"Aferrarse a la ira es como agarrar un trozo de carbón candente con la intención de arrojarlo contra alguien. Al final eres tú quien se quema" (Siddhartha Gautama)
Si observamos cómo se trata a sí misma una persona violenta, encontraremos las claves de su conducta, dado que nuestra relación con los demás es un espejo de la que tenemos con nosotros mismos. Sobre esto, el sociólogo norteamericano Eric Hoffer afirma: "Amemos siempre a los demás como a nosotros mismos. Hacemos daño a los demás en la medida en que nos lo hacemos a nosotros mismos. Odiamos a los demás en función de nuestro propio odio. Somos tolerantes con los demás si lo somos con nuestros defectos. Perdonamos a los demás cuando sabemos perdonarnos".
Por consiguiente, cuando nos enfadamos de forma desproporcionada con alguien, es muy posible que en el fondo estemos enfadados con nosotros mismos pero no nos hayamos dado cuenta. Es el caso de muchas personas cuya agresividad encubre un sentimiento de fracaso.
Antes de liberar a la bestia, deberíamos averiguar de dónde procede la furia, ya que el motivo aparente que la hace explotar puede ser sólo el detonante. Para enterrar definitivamente el hacha de guerra, un comprimido de lo contrario es lo conveniente en momentos de tensión puede ser el inicio de una gran amistad con el mundo y con uno mismo.
Para combatir la explosión
1. Libros
‘El arte de la compasión’,
del Dalai Lama (Grijalbo).
‘El libro de la sabiduría’,
de Osho (Gaia).
2. Películas
‘Dersu Uzala’, de Akira Kurosawa.
‘Toro salvaje’, de Martin Scorsese.
‘Haz lo que debas’, de Spike Lee.
3. Discos
‘Monday’s Ghost’, de Sophie
Hunger (Two Gentlemen).
El arte de la paciencia
"Nunca debemos excusarnos y decir que nuestros enemigos nos impiden practicar la calma, y que ésta es la causa de nuestra irritación. Si no somos pacientes, no estamos practicando con sinceridad. No podemos decir que el mendigo sea un obstáculo para la generosidad, ya que es justamente su razón de ser. Por otra parte, las personas que nos irritan y ponen a prueba nuestra paciencia son relativamente pocas. Y tenemos necesidad de personas que nos ofendan para ejercitar la paciencia. Encontrar un verdadero enemigo es tan poco frecuente que deberíamos alegrarnos de verle y apreciar los beneficios que nos regala. Merece ser el primero a quien ofrezcamos los méritos que él mismo nos permitirá adquirir, y es digno de respeto por el solo hecho de permitirnos practicar la paciencia”. (Dalai Lama)
Frente a la ira, cuente hasta cien
FRANCESC MIRALLES 13/09/2009
Hacer 'lo que nos pide el cuerpo'. Algo que, ante situaciones que nos irritan, suele llevarnos a escaladas de violencia que no conducen a nada. Y luego nos arrepentimos. Éste es un pequeño manual para enfriar los ataques de ira.
Vivimos instalados en la inmediatez, y eso se traduce también en nuestras reacciones. Del mismo modo que cuando recibimos un correo electrónico o un SMS nos sentimos empujados a contestar sin demora, también cuando experimentamos una emoción tendemos a darle salida inmediatamente. Cada día asistimos a escenas de conductores que pierden los estribos, parejas que se comunican a gritos y jefes que se dirigen a sus empleados en un tono de voz hiriente. Uno de los problemas de las expresiones de furia son los daños que luego hay que subsanar. En unos segundos desafortunados se puede destruir una confianza que ha necesitado años para edificarse.
Una fórmula mágica
"La ira no nos permite saber lo que hacemos, y todavía menos lo que decimos" (Arthur Schopenhauer)
Uno de los fundadores de Integral, el editor Jaume Rosselló, explica que aprendió la fórmula contra la ira y sus estragos del primer director de la revista, Santi Giol, que solía difundir la máxima "Lo contrario es lo conveniente". Aplicado a las relaciones interpersonales, podemos entenderla del siguiente modo: en momentos de crispación, si aportamos la misma energía que nuestro oponente, sólo lograremos doblar la negatividad. En vez de solucionar el problema, lo empeoraremos. En cambio, si decidimos apostar por la emoción contraria, podemos revertir la situación.
Sin llegar a poner la otra mejilla, en el siguiente caso práctico entenderemos cómo opera esta fórmula mágica: imaginemos un empleado que está muy enfadado con su jefe porque éste no ha cumplido su promesa de aumentarle el sueldo. Le ha escrito un par de correos electrónicos, pero no ha obtenido más que silencio. Al percibir el tono de irritación en los mensajes, el jefe ha optado por no contestar. Esto no ha hecho más que aumentar la furia del empleado, que se siente empujado a solicitar una reunión para protestar airadamente. Sabe que con eso se juega el puesto, pero piensa hacerlo porque se lo pide el cuerpo.
Si dejamos que la escalada de energía negativa llegue a su culmen, el resultado será una pelea que destruirá definitivamente el vínculo entre ambos. Pero ¿qué sucedería si el empleado aplicara la estrategia de lo contrario es lo conveniente?
Puesto que su impulso natural es recriminar agriamente la promesa incumplida, la reacción contraria sería la amabilidad y el agradecimiento. Puede escribirle un correo electrónico conciliador en el que mencione los aspectos más positivos de trabajar en la empresa. Por chocante que parezca esta reacción, lo más probable es que ambas personas vuelvan rápidamente a la senda del entendimiento. Desaparecida la tensión, aumentan las posibilidades de que el empleado mantenga su trabajo e incluso vea a medio plazo el aumento de sueldo.
La prueba de las 24 horas
"Cuando te inunde la alegría, no prometas nada a nadie. Cuando te domine la ira, no escribas ninguna carta" (proverbio chino)
Gran parte de los conflictos interpersonales se podrían evitar sólo con retrasar la respuesta 24 horas. Cuando estamos en caliente, nos parece muy clara cuál debe ser nuestra reacción, y si no obedecemos a ese impulso nos parece que estamos perdiendo algún tren. Sin embargo, la experiencia demuestra que muy raramente nos arrepentimos de no haber hecho o dicho algo. Por tanto, si no somos capaces de hacer lo contrario de lo que nos dicta el temperamento, merece la pena como mínimo aguardar un día para revisar, con perspectiva, si nuestra respuesta es proporcional.
Un primer paso para desactivar una emoción explosiva es reconocerla como tal. Si aceptamos que nuestra visión del conflicto está deformada por la ira, habremos empezado a desactivarla. Un poco de sentido del humor hará el resto.
Si nos resulta difícil contener el sentimiento negativo que pugna por salir, como mínimo podemos buscar un filtro: una persona juiciosa y serena que nos diga si es tan urgente la resolución.
Tu enemigo es tu mejor maestro
La Biblia enseña a amar a nuestros enemigos como si fueran amigos, posiblemente porque son los mismos" (Vittorio de Sica)
Llevando al extremo la filosofía de lo contrario es lo conveniente, podemos considerar a nuestro enemigo como el mejor maestro. No hay defectos que molesten más que los que uno mismo también posee, por lo que hay que considerar a la persona que nos saca de quicio como un espejo de nuestras limitaciones. Es una visión ligada al budismo, pero también la recoge el poeta libanés Khalil Gibran: "He aprendido el silencio a través del charlatán; la tolerancia, a través del intolerante, y la amabilidad, a través del grosero".
Aunque no reconozcamos en nosotros las faltas que vemos en el otro, toda situación de violencia, engaño o injusticia es una oportunidad de revisar nuestras actitudes personales.
Un espejo revelador
"Aferrarse a la ira es como agarrar un trozo de carbón candente con la intención de arrojarlo contra alguien. Al final eres tú quien se quema" (Siddhartha Gautama)
Si observamos cómo se trata a sí misma una persona violenta, encontraremos las claves de su conducta, dado que nuestra relación con los demás es un espejo de la que tenemos con nosotros mismos. Sobre esto, el sociólogo norteamericano Eric Hoffer afirma: "Amemos siempre a los demás como a nosotros mismos. Hacemos daño a los demás en la medida en que nos lo hacemos a nosotros mismos. Odiamos a los demás en función de nuestro propio odio. Somos tolerantes con los demás si lo somos con nuestros defectos. Perdonamos a los demás cuando sabemos perdonarnos".
Por consiguiente, cuando nos enfadamos de forma desproporcionada con alguien, es muy posible que en el fondo estemos enfadados con nosotros mismos pero no nos hayamos dado cuenta. Es el caso de muchas personas cuya agresividad encubre un sentimiento de fracaso.
Antes de liberar a la bestia, deberíamos averiguar de dónde procede la furia, ya que el motivo aparente que la hace explotar puede ser sólo el detonante. Para enterrar definitivamente el hacha de guerra, un comprimido de lo contrario es lo conveniente en momentos de tensión puede ser el inicio de una gran amistad con el mundo y con uno mismo.
Para combatir la explosión
1. Libros
‘El arte de la compasión’,
del Dalai Lama (Grijalbo).
‘El libro de la sabiduría’,
de Osho (Gaia).
2. Películas
‘Dersu Uzala’, de Akira Kurosawa.
‘Toro salvaje’, de Martin Scorsese.
‘Haz lo que debas’, de Spike Lee.
3. Discos
‘Monday’s Ghost’, de Sophie
Hunger (Two Gentlemen).
El arte de la paciencia
"Nunca debemos excusarnos y decir que nuestros enemigos nos impiden practicar la calma, y que ésta es la causa de nuestra irritación. Si no somos pacientes, no estamos practicando con sinceridad. No podemos decir que el mendigo sea un obstáculo para la generosidad, ya que es justamente su razón de ser. Por otra parte, las personas que nos irritan y ponen a prueba nuestra paciencia son relativamente pocas. Y tenemos necesidad de personas que nos ofendan para ejercitar la paciencia. Encontrar un verdadero enemigo es tan poco frecuente que deberíamos alegrarnos de verle y apreciar los beneficios que nos regala. Merece ser el primero a quien ofrezcamos los méritos que él mismo nos permitirá adquirir, y es digno de respeto por el solo hecho de permitirnos practicar la paciencia”. (Dalai Lama)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)